Alcandora
Alcandora existe, hay evidencias de ello. Se trata de una tierra fraccionada en dos, la zona de costa y el paraje de sierra, ambas tan hermosas como diferentes. Encaramado en una colina, el pueblo guarda las esencias morunas de sus antiguos pobladores. En él conviven curanderos, intelectuales, pintores, pastores, filósofos, huertanos, actores, porreros, adinerados, solitarios, buscones, antisociales, misántropos, tímidos, desamparados, cartujos, campechanos, llanos, naturales y artesanos; buena gente, al fin y al cabo.
El litoral limita al sur con el mar de Orán. Sus playas son de ensueño, allí florecen abundantemente las buganvillas, hasta el punto de casi empaparse en la misma orilla de la mar. Las olas rompen suavemente, como no queriendo deshilvanar el encaje blanco de espuma salada. Las gaviotas duermen el tiempo, apenas mueven sus alas, no se vayan a avivar las palmeras que peinan hacia atrás en días de ventolera.
Los amaneceres y los ocasos dibujan en el lienzo de las nubes colores imposibles, del intenso rojo solar al blanco de luna, sus reflejos trazan en la mar senderos de oro y plata. A media tarde, tolvaneras de gaviotas, labradas como velos blancos, acompañan el regreso de los barcos pesqueros. La brisa marina acerca a los oídos historias de cuando ni se sabe comenzaron a ser fábulas.
No cabe duda, Alcandora es esto, acontecimientos con figuras que bien podrían ser reales.