Todas las mañanas tengo una pelea. Sí, tal cual suena. En una cabina de ducha. En la mía. Es un reto, un desafío sin espada ni pistola, ni tampoco daga. Un cuerpo a cuerpo limpio, no hay testigos tampoco padrinos. Ella y yo en soledad madrugadora. La señal del combate es la apertura del grifo. La alcachofa agujereada vierte sobre mí cincuenta chorrillos de agua. Cierro los ojos, tiento la rinconera, tanteo uno a uno los botes de distinto uso, ya sea champú, envase de gel, tarro de jojoba. Me pongo en guardia ante el primer asalto. Reconozco al tacto la botella de champú, le lanzo el ataque con la mano izquierda en táctica de despiste. Ha sido tan veloz la maniobra que la agarro con solo tres dedos. Resultan insuficientes en el propósito de una fijación firme. La botella, lisa, resbalosa, redonda, es escurridiza como una anguila. Abro los ojos. Aleteo con los dos brazos como un poseso en la tentativa de atrapar la botella antes de que caiga. Cae.
Abro los ojos, localizo el bote, me inclino a recogerlo, lo atrapo, al recuperar la vertical mi cabeza se lleva por delante la repisa de esponjas, manoplas y cepillos. Mis recuerdos a la madre que los trajo. Al doblar la cintura muevo el mando de caliente/frío. El agua helada me congela el aliento. Como buenamente puedo pongo el mando en sentido contrario. Me abraso. Que le den a la repisa. Totalmente enjabonado al fin, consigo la temperatura confortable del agua. Inspiro y expiro, recupero el temple, el jabón hace espuma a mis pies. Aparto una de las dos mamparas, alcanzo la toalla, comienzo la operación secado. Saco un pie del plato, lo planto sobre la alfombrilla propiamente de pies. En la etiqueta ponía ‘antideslizante’.