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Lunes, 28 Diciembre 2020 12:57

El naranjo

Uno de mis mejores amigos no me habla, ni siquiera me saluda al vernos en cualquier lugar. Yo, la verdad, no creo que lo sucedido fuese para tanto, sin embargo él sí, se lo tomó muy a pecho, exageradamente a pecho según mi parecer. A través de amigos comunes me hace llegar que me aprecia, vamos, que me tiene cariño, aunque no puede perdonar mi imprudencia, que ya me lo tenía avisado. A mí me cuesta el alma tratar un acercamiento con este amigo, desde el colegio que levantamos una columna jónica de amistad sólida y mira tú, que no me da un salivazo en la cara porque en el fondo es una persona muy contenida.

Verá, con su permiso le cuento lo acontecido. De este modo le pongo al corriente para que pueda juzgar si mi amigo lleva razón y, de paso, me sirve de desahogo que bien que lo necesito. Mi amigo, pongamos que se llama Antonio no sea que si descubro el verdadero nombre empeore la situación, es reciclador. Dos días a la semana busca, recoge, amontona, todo lo que la gente tira por ahí sin ningún pudor y que a él le parece reutilizable. Otro día de la semana lo dedica a la limpieza y desinfección de lo acumulado en una máquina de su invención. El resto de los días lo emplea en ‘componer’. Y compone lo inimaginable con neumáticos, con trozos de hierro, con botellas, con los motores de lavadoras, de batidoras, con bidones y cosas así. La mente de Antonio no descansa de componer.

Vive en las afueras del pueblo, ahora se está ‘componiendo’ otra vivienda. En su casa, en la otra, tenía un pequeño jardín a la entrada. En el jardín, un naranjo con una sola naranja y un cartel de No tocar la naranja. Quienes nos acercábamos a su casa nos sentíamos distinguidos porque no todo el mundo podía pisar aquél santa sanctórum. Charlas, música, cerveza, y toda una disertación de Antonio acerca de con qué y cómo había elaborado tal o cual cosa que a todos nos maravillaba. 

Un día, mejor, un fatídico día, al salir de la casa de Antonio y cruzar el pequeño jardín, me dije para mis adentros ‘anda y que le den a la dichosa naranja’. Y la arranqué del naranjo. Me giré ante el tremendo estruendo provocado por el derrumbamiento de la casa de Antonio. Una gigantesca polvareda, una montaña de cascotes, maderas rotas, cristales por todas partes y Antonio fuera de sí que menos mal que su escopeta de caza se quedó entre los escombros. Pero, ¿cómo podía saber yo que aquella única naranja del naranjo era la carga, el equilibrio de la estructura que mantenía en pie la casa, cómo podía saberlo? Para eso que solamente cabe en la cabeza de un reciclador, no hubo ni misereres ni alegatos ni excusas. Y digo yo que a cualquiera le tienta coger una naranja del naranjo, ¿no? No sé si usted estará de acuerdo.

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Ricardo Alba Santamaría