La última bala
Dos décadas de conciertos en garitos y de tocar puerta tras puerta en una industria que no le hacía caso. Y encima, a mediados de los 90, Brooks estaba ya más cerca de los cuarenta que de los treinta. Para una artista femenina no consagrada, un hándicap bastante grande.
Había formado parte de las bandas Sapphire, en los últimos 70, y The Graces, en los últimos 80, y ambas habían pasado sin pena ni gloria por la escena musical. En los 90 había conseguido un contrato con Interscope, un acuerdo de desarrollo por el que iba presentando a la discográfica sus canciones nuevas, a ver si veían alguna de su gusto para editarla. Pero ellos, puntualmente, las rechazaban. Solo le quedaba una bala en la cartuchera, porque si la siguiente composición que presentara tampoco era aceptada, terminaba su relación contractual.
Pidió dinero prestado para poder grabarla y los llevó Bitch. Por supuesto, la descartaron una vez más. Sin embargo, su manager tenía claro que en ese tema había un potencial explosivo: se fue corriendo a Capitol Records, a ver si sus capos tenían más visión comercial, y allí la contrataron inmediatamente.
Brooks venía de unas influencias y unas bases que nada tenían que ver con las de Alanis Morissette. De hecho, su miedo era que dijeran que se parecía demasiado a Chrissie Hynde o que copiaba a Mick Jagger. Pero en la compañía vieron un tema a lo Alanis, y eso sí era algo que podían comercializar.
Antes de todo esto había entrado en escena Shelly Peiken, una compositora que tampoco había tenido ningún triunfo en las radios. Llevaba diez años componiendo para gente como Celine Dion, Samantha Fox o Tommy Page, pero nada. Estaba quemada, no llegaba a fin de mes, su frustración rozaba el límite y empezaba a plantearse volver a ser camarera y dejarse de sueños en la industria de la música.
Y un día, volviendo a casa, en plenas alteraciones hormonales del síndrome premenstrual, se le encendió la bombilla. Porque iba dispuesta a descargar su furia con el primero que se le cruzara por delante. Y pensó en su novio, que probablemente iba a ser el destinatario de esa ira, y en cómo la soportaba y la quería, aunque tuviera días en los que era una perra.
“Hoy odio al mundo”, pensó. Y le pareció un gran comienzo para una canción. Entonces se acordó de Meredith, una música a quien había conocido hacía poco pero que tenía suficientes ovarios como para hacer suyo un tema así. Un tema que hablara de las distintas facetas de ser mujer, sin miedo a autodefinirse como una zorra (porque la palabra bitch también se puede traducir así al castellano).
Peiken llamó a Brooks, le planteó el título poco ortodoxo, y decidieron acabar de dar forma juntas a la canción. Sospechaban que habría gente a la que no le gustaría, pero, en la situación en la que estaba la carrera de ambas, tampoco tenían mucho que perder.
Con un tema así y el historial que arrastraban, la esperanza de entrar en las listas pop era algo remoto, así que ya se dieron con un canto en los dientes cuando les dijeron que la iban a lanzar como single. Y por eso mismo, a principios de 1997, Peiken recuerda que no daba crédito a lo que estaba sonando en la emisora de su coche.
Conducía embarazadísima y escuchó el comienzo de Bitch. Era la primera vez que una de sus canciones sonaba en la radiofórmula. Y cuenta que casi se hizo pis encima de la emoción. Después, su carrera como compositora despegó, al igual que la de Meredith.
Es 2024 y aún tenemos reciente la polémica por el título de la canción que España manda a Eurovisión este año. Pero hay que recordar que, en 1997, Brooks ya reivindicaba en Bitch que podía ser una perra en ciertas ocasiones, y eso no impidió que triunfara. Es cierto que hubo emisoras que no llamaban al tema por su nombre, pero nadie dejó de pincharlo. Y esta oda a la complejidad de ser mujer se convirtió en un éxito arrollador con el que compensar tanta sequía comercial en la vida de la artista.
Brooks sigue en activo, tocando su propia música y produciendo y componiendo para otros, pero nunca ha conseguido repetir el logro comercial de Bitch.